La Iglesia del Diablo

Cuenta un viejo manuscrito benedictino que el Diablo, en cierto día, tuvo la idea de fundar una iglesia. Aunque sus ganancias fueran continuas y grandes, se sentía humillado con el papel aislado que ejercía desde hacía siglos, sin organización, sin normas, sin cánones ni ritual ni nada. Vivía, por así decirlo, de los sobrantes divinos, de los descuidos y obsequios humanos. Nada de fijo, nada de regular. ¿Por qué no iba a tener él una Iglesia? Una Iglesia del Diablo era el medio más eficaz para combatir a las demás religiones y destruirlas de una vez.

—Bueno, crearé una Iglesia —concluyó.

Escritura contra Escritura, breviario contra breviario. Tendré mi misa, con vino y pan hasta el hartazgo, mis sermones, mis bulas, novenas y todo el aparato eclesiástico. Mi credo será el núcleo universal de los espíritus y mi Iglesia una tienda de Abraham. Y luego, mientras que las otras religiones luchan entre sí y se dividen, mi Iglesia se mantendrá unida; no tendré ante mí ni Mahoma ni Lucero. Hay muchas maneras de afirmar pero sólo una de negarlo todo.

Y diciendo esto, el Diablo sacudió la cabeza y extendió los brazos, con un gesto magnífico y varonil. En seguida se acordó de ir con Dios para comunicarle su idea y desafiarlo; levantó los ojos, encendidos de odio, ásperos por la venganza y se dijo a sí mismo: «Vamos, es tiempo». Y rápido, batiendo las alas, con tal estruendo que prendió a todas las provincias del abismo, salió de la sombra hacia el azul infinito.

—J. M. Machado de Assis


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